Quienes hemos nacido y crecido en un entorno rural nos sentimos identificados con la realidad del campo, porque hemos vivido en primera persona la evolución de la agricultura de las últimas décadas. Hoy en día, sin embargo, la mayor parte de la población no tiene una vinculación estrecha con el agro. Esta desconexión, en muchos casos, se refleja en el desconocimiento sobre el proceso de producción de los alimentos.
Por llamativo que parezca, esta situación ha ido acompasada con nuevos cambios sociales, así como nuevos hábitos y preferencias de consumo. Los consumidores quieren una oferta de alimentos variada durante todo el año, sin detenerse en las temporadas de producción de las diferentes frutas y verduras, como siempre habíamos hecho. Quieren alimentos saludables y nutritivos, con buena apariencia, de origen local, seguros, con buen precio, y sin ninguna duda, respetuosos con el medioambiente.
Los nuevos hábitos están cada vez más determinados por las modas que incentivan el consumo de algunos alimentos, utilizando como reclamo supuestas propiedades excepcionales. Por otro lado, hay alimentos que se demonizan a través de noticias virales de gran repercusión mediática, que en muchos casos carecen de base científica (fake news). Esta situación tiene mayor incidencia en el ámbito de la alimentación, ya que aproximadamente el 30% de las fake news que se viralizan en las redes sociales están relacionadas con el sector de la alimentación y las bebidas.
Además, todo aquello que está relacionado con la alimentación se difunde de forma vertiginosa, lo que de forma inmediata induce a error a los consumidores. Es muy difícil desandar ese camino andado, ya que la asimilación de tales publicaciones conlleva generalmente la aparición de nuevos hábitos.
Cuando una corriente de desinformación se instala, las consecuencias en el sector tardan poco en aparecer, puesto que los consumidores modifican sus hábitos y también, en consecuencia, sus preferencias. Normalmente el efecto no para ahí, sino que la presión desencadena, en algunos casos, incluso cambios normativos. Estas corrientes de desinformación tienen consecuencias directas sobre el sector agrícola, dado que condicionan las preferencias y las actuaciones de los consumidores.
Tomemos como ejemplo la imposición de estándares de calidad y seguridad alimentaria, que ha ido incrementando a lo largo de los años. Este incremento resulta muy positivo, ya que va estrechamente ligado al desarrollo de la agricultura moderna. Sin embargo, cuando no tomamos la evidencia científica como base, se producen situaciones que perjudican al sector sin mejorar el bienestar de los consumidores. Se podría tomar como referencia la preocupación creciente de los ciudadanos por la existencia de residuos en los productos. Una idea que ha conseguido trasladarse a la agenda política europea, a pesar de que la Unión Europea cuenta con uno de los marcos regulatorios y de control más restrictivos y exigentes del mundo, que garantiza, a unos niveles superiores a los del resto de regiones, una elevadísima seguridad alimentaria. De hecho, según la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA), en España el 99% de los productos analizados en los últimos 5 años cumplía con los Límites Máximos de Residuos (LMR) establecidos por la normativa.
Los estándares de producción europeos deberían satisfacer a la opinión pública, sin embargo los consumidores muchas veces no son conscientes de que la normativa europea solamente se aplica a la producción agrícola comunitaria, no necesariamente a los productos extracomunitarios importados. Mientras que en el primer caso los requisitos son impuestos directamente por la Unión Europea, en el caso de los alimentos importados, el marco regulatorio es el del comercio internacional, cuyo resultado nace de la armonización del conjunto de medidas sanitarias y fitosanitarias entre países.
Por otro lado, a consecuencia de la ausencia de armonización de los Límites Máximos de Residuos (LMR), se establecieron las tolerancias a la importación (LMR aplicables a los productos importados), de forma que los países de la UE están sujetos a las normas internacionales y no pueden bloquear la importación, a no ser que el alto contenido de residuos suponga un riesgo para los consumidores.
Si a lo anterior añadimos que el nivel de control sobre la producción europea es superior al que se realiza sobre los productos importados, se obtiene que, en más casos de los deseados, nuestros agricultores se enfrentan a restricciones elevadas a la hora de producir. Asimismo, esto provoca que los ciudadanos consuman alimentos que, en ocasiones, no cumplen exactamente con los mismos estándares o que se han producido en el exterior con marcos de actuación y mecanismos en sanidad vegetal totalmente diferentes a los existentes en la Unión Europea.
Llegados a este punto y aprovechando que durante la pandemia el consumidor ha sentido cómo el sector seguía manteniendo llenos los lineales de los supermercados incluso en los momentos más difíciles, es a mi juicio el momento ideal de reconducir la relación y establecer una alianza con el sector, a través de la cual se implique al consumidor en el desarrollo de un sector competitivo y sostenible.
En un contexto complejo de alejamiento entre los consumidores y el campo, el sector deberá trabajar por construir una relación de comunicación que sea bidireccional y en la que la transparencia se configure como eje básico. Comuniquemos la realidad del sector y contribuyamos a generar confianza en el consumidor, una confianza más que fundada en un trabajo riguroso y una normativa europea garantista.